Una política criminal –la entrega de los recursos naturales a las
trasnacionales, la destrucción del ambiente y el robo del agua por la gran
minería, la reducción de los salarios reales y las conquistas de los
trabajadores, la eliminación de las leyes de protección laboral, la disminución
de los fondos para la educación, la represión de las manifestaciones de
estudiantes y normalistas, son apenas algunas de las perlas de este macabro
collar– sólo puede ser impuesta con métodos criminales.
El gran capital eligió a Peña Nieto para profundizar el neoporfirismo salvaje
de Calderón, creyendo que el atraso político de las mayorías y la fase de la
política mundial que actualmente atravesamos podrían alejar por años una nueva
Revolución Mexicana, esta vez anticapitalista. La mayoría de la población,
impulsada en este sentido por López Obrador y Morena, todavía reacciona
desgraciadamente sólo contra lo inmediato; sin ver aún los culpables reales,
busca meramente que reaparezcan con vida los normalistas desaparecidos o se
castigue al gobernador de Guerrero, y al alcalde de Iguala, ambos del PRD, y
repudia a este partido que pasó de ser cómplice del gobierno y palero del PRI a
ejecutor de crímenes abyectos, como el ocurrido en Ayotzinapa.