Proceso
MÉXICO,  D.F. (apro).- Una mañana del año 2007, uno de los violinistas más  famosos del mundo, Joshua Bell, se puso una gorra, unos jeans y una  playera, y se fue al metro de Washington a tocar. Con su Stradivarius de  1713, tocó por 43 minutos varias piezas. Nadie se detuvo para  escucharlo, pero logró juntar 32 dólares de 27 personas que pasaron y le  aventaron unas monedas.
Lo que nosotros podríamos decir es que este experimento también muestra que la capacidad de asombro se ha ido perdiendo, y eso es muy peligroso para una sociedad como la mexicana, imbuida en una espiral de violencia permanente desde hace unos ocho años atrás.
 Hace un par de años, en la ciudad de México también ocurrió un fenómeno parecido, pero completamente desgarrador.
Sin  tener preciso el día, la historia que me narraron fue que una mañana,  en una de las entradas del Viaducto Río La Piedad, cientos de autos  pasaron sin detenerse por encima de un bulto que estaba sobre la  calzada.
Las prisas, el tráfico, el estrés, el impulso urbano que  nos come todos los días, hizo que nadie se detuviera a mirar qué era ese  bulto que hacía brincar los vehículos, hasta que alguien se paro y  descubrió que se trataba el cuerpo de una persona, que quizá había sido  atropellada y nadie se detuvo para ayudarla.
 Cierta o falsa, esta  historia bien podría ser un ejemplo de la pérdida de la capacidad de  asombro que hemos sufrido como sociedad en los últimos años y que se  alimenta de la individualidad, egoísmo y falta de solidaridad, y ha  crecido con el neoliberalismo, como lo señala Tony Judt en su libro Algo  va mal, el cual ha inspirado a miles de jóvenes indignados en Europa y  Estados Unidos.
 En México, esta falta de capacidad de asombro la  podemos constatar cuando miramos con indolencia la tragedia que sufrimos  hoy en día con miles pobres, desempleados, indígenas olvidados, miles  de muertos producto de la violencia del crimen organizado, pero también  por la falta de derechos que es incapaz de garantizar el Estado y el  gobierno en turno.
 ¿Qué puede conmover a una sociedad para que  reaccione y ponga un alto a esta situación de violencia que genera  muertes, desapariciones, ejecuciones, tortura y asesinatos de miles de  hombres, mujeres y niños?
 Hace tiempo se pensaba que el cambio  podría venir por la vía armada, como lo proponían los grupos  guerrilleros, luego se pensó que lo mejor sería por la vía institucional  y pacífica de los partidos políticos. Canceladas estas posibilidades,  se podría pensar que la presencia de una tragedia de grandes magnitudes  podría ser el pivote para hacer reaccionar a la sociedad.
Vino  entonces el asesinato de 42 niños menores en la guardería ABC de  Hermosillo, Sonora, y no paso nada. Vinieron los hallazgos de las fosas  clandestinas con miles de muertos, y tampoco paso nada. Comenzaron a  sumarse diariamente los muertos y desaparecidos, hasta rebasar los 50  mil en cinco años, y nada pasó.
 A partir de abril empezarán las  campañas para que el 1 de julio se vote por el nuevo presidente de la  República y los nuevos legisladores del Congreso de la Unión. En  vísperas de la elección presidencial, seguramente todos los candidatos  harán promesas de campaña para superar esta crisis. Dirán que en unos  años acabarán con la violencia, que los soldados regresarán a sus  cuarteles y los criminales dejarán las calles, que habrá seguridad y se  crearán empleos, escuelas y hospitales suficientes para todos. Pero,  otra vez, serán sólo promesas de campaña.
 Hará falta algo más que  eso para superar esta crisis y esta tragedia, para recuperar la  capacidad de asombro extraviada en esta violencia cotidiana y rutinaria.  Esa será responsabilidad de los candidatos, pero también de la  sociedad, que tiene ante sí el enorme de reto de salir de esta  indolencia que nos impide mirar conscientemente el horror en que estamos  metidos.
 
 
