Editorial La Jornada
Ayer, en Ciudad Sahagún, Hidalgo, un grupo de ex trabajadores de la compañía Pacific International Development que intentó tomar las instalaciones de una fábrica cerrada en febrero de 2003 fue recibido a balazos por presuntos guardias de seguridad de la empresa, hecho que se saldó con un muerto y seis heridos, dos de ellos de gravedad.
El episodio se inscribe en una cadena de expresiones de inconformidad y descontento social que se ha expresado en las últimas horas de diversas maneras: al desasosiego de sectores productivos del país, una porción de los cuales se manifestó el pasado viernes en esta capital en contra de la
política antilaboraldel gobierno, se suma el repudio de organizaciones sociales y poblaciones enteras por los abusos en las tarifas de la Comisión Federal de Electricidad, así como la resistencia de grupos indígenas como los triquis de San Juan Copala, en Oaxaca, o los comuneros de Cherán, en Michoacán, acosados por agrupaciones paramilitares afines al gobierno estatal y por grupos armados coludidos con talamontes, respectivamente.
El común denominador de la inconformidad es un estancamiento, si no es que un retroceso, en el cumplimiento de derechos políticos y sociales básicos de la población, que lo mismo afecta a asalariados y sindicatos, a pueblos indígenas, a ambientalistas, a activistas y defensores de derechos humanos, y a millones de ciudadanos que enfrentan abusos de diverso tipo por parte de la autoridad. Tal deterioro no es coyuntural, sino que se ha profundizado en las últimas dos décadas a la par de un doble proceso: por un lado, el avance de un modelo económico depredador y nocivo para la vigencia de los derechos básicos de la población –toda vez que antepone el interés particular por sobre el general– y, por el otro, la persistencia, a más de una década del cambio de partido en el poder federal, de algunos de los rasgos represivos, autoritarios y antidemocráticos que caracterizaron a los regímenes priístas.
En el contexto de un país recorrido por la injusticia social, en donde la mitad de la población no cuenta con recursos suficientes para cubrir sus necesidades básicas de vestido, vivienda, salud y educación; frente a la demostración cotidiana de que el inveterado sistema de cacicazgos y de liderazgos estatales y sindicales charros está intacto; ante la evidencia de una administración pública caracterizada por la corrupción y la impunidad en sus filas; y en general, frente a un régimen que no muestra el menor interés por la vigencia de los derechos humanos y, al contrario, tolera los abusos, excesos y atropellos cometidos por servidores públicos y por poderes fácticos, lo extraño no es que afloren en el país barruntos de estallido social, sino que éstos aún no se hayan agudizado y extendido en forma generalizada.
La perspectiva es desoladora, pues no parece haber atención –y mucho menos acción– de la clase política ante esta suma de descontentos: no la hay, ciertamente, por parte del gobierno federal, que ha hecho del combate a la delincuencia su tema casi único, pero tampoco parece haberla en el discurso de las precampañas electorales que se desarrollan actualmente en el país.
En lo inmediato, y en lo que concierne a lo ocurrido en Ciudad Sahagún, cabe demandar que se esclarezcan los hechos y se aplique todo el peso de la ley a los responsables. Pero también es necesario que los distintos actores de la política partidista acusen recibo de las expresiones de inconformidad social que se reproducen por todo el territorio, así como de sus causas profundas. La renovación de autoridades programada para dentro de unos meses puede ser una oportunidad para restituir la confiabilidad y la legitimidad del régimen político entre la población, pero si quienes aspiran a cargos de elección popular no comienzan por admitir la gravedad de los distintos descontentos que recorren México, éstos podrían acentuarse y llevar al país a escenarios indeseables de inestabilidad.
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