La Jornada
Editorial
De acuerdo con datos  del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), la tasa de  desempleo en febrero pasado mostró un incremento notable –de 0.42 por  ciento– respecto del mes anterior, y se ubicó en 5.18 por ciento de la  población económicamente activa, lo que equivale a 2.6 millones de  desempleados en el país.
A la insuficiencia de puestos de trabajo se suma el crecimiento del  empleo informal, que según cifras del propio instituto pasó de 29.02 a  29.14 por ciento de la población ocupada entre febrero de 2011 y el  mismo mes de 2012, porcentaje que se traduce en 13.9 millones de  personas.Aun dando por bueno el dato del Inegi sobre la informalidad –pues hay estudios académicos que señalan que ese sector representa más de 60 por ciento de la población económicamente activa–, las cifras referidas ofrecen un balance nada halagüeño de las políticas económica y laboral en curso, las cuales no sólo han sido incapaces de generar fuentes de empleo, sino que han propiciado, según puede verse, una dislocación de los vínculos laborales formales, un retroceso de la seguridad social y de las prestaciones de ley, una huida de los trabajadores hacia pequeños negocios de supervivencia y condiciones precarias, casi nunca productivos, y una consecuente reducción en el universo de contribuyentes.
A pocos meses de que concluya el gobierno de Felipe Calderón Hinojosa –quien ofreció ser
el presidente del empleo–, la incapacidad gubernamental para propiciar la generación de puestos de trabajo apunta como uno de los grandes fracasos del sexenio, y deja fuera de lugar el discurso triunfalista y autocomplaciente de la propaganda oficial en ese ámbito: por más que el titular del Ejecutivo y los funcionarios de su gabinete se vanaglorien cada que tienen oportunidad con las
cifras récorden generación de plazas laborales, las propias estadísticas oficiales señalan que el grupo en el poder ha desperdiciado años valiosos para una reactivación económica seria y sólida que no puede, a todas luces, fundamentarse en la economía informal.
Ahora, para colmo, vuelven las presiones presidenciales sobre  las instancias legislativas para aprobar una contrarreforma laboral que  es presentada como solución para que haya 
más empleos para los jóvenes y para las mujeres, pero que en los hechos implicaría la aniquilación de derechos y conquistas históricas de los trabajadores y daría cobertura formal a la precarización laboral en curso. Pero incluso si la demanda presidencial cristalizara en una nueva ley laboral, cabe dudar que ello se traduciría en la generación de trabajos suficientes y dignos para la población: la política económica vigente, con sus componentes intrínsecamente recesivos y sus obsesiones por atraer capitales foráneos a como dé lugar, por mantener bajos los salarios y por privilegiar actividades especulativas sobre las productivas, es un lastre fundamental para la creación de puestos de trabajo y para la reactivación económica.
El fracaso sexenal en materia de trabajo debiera ser prueba  suficiente para concluir que lo que el país requiere es un viraje en las  directrices económicas fallidas aplicadas hasta ahora, si se quiere  evitar que las generaciones actuales y futuras tengan como únicas  opciones de horizonte personal el ingreso a trabajos miserables o el  desempleo.
 
 
 
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