Adolfo Sánchez Rebolledo
López Obrador está de vuelta. Y no me refiero a su actividad pública, que ha sido constante en los últimos años, sino al regreso del político convencido de que los tiempos han cambiado y nada le será concedido en las urnas si no es capaz de convencer a la ciudadanía, de tender puentes y ganar nuevos territorios para su causa. Un difícil, continuado esfuerzo, siempre sujeto a la mala voluntad de sus adversarios, lo trajo hasta aquí como el candidato progresista para desvanecer el sueño bipartidista de los grupos del poder. El cruce del desierto, en sí mismo un acto de resistencia, ha sido también la prueba del ácido para una corriente política (la izquierda) que forma parte integral del pluralismo del México del siglo XXI, pero a la cual se quiso diluir, invisibilizar, cuando no deslegitimar al considerarla
En ese sentido, puede decirse que ha terminado el ciclo de afirmación de los convencidos para entrar en la disputa por la conciencia de los votantes, apelando a la razón, a los sentimientos y emociones, identificando los problemas nacionales más ardientes y ofreciendo propuestas que no se conformen con un peligropara la institucionalidad en crisis, pero asumida como expresión de ciertas reglas inmutables. Hoy esa corriente está de regreso. Con sus errores a cuestas, pero arraigada, sabiendo que la situación exige desplegar con eficacia organizativa un programa más maduro y complejo para un país que no tiene asegurado el futuro. Se trata de darle continuidad a los planteamientos y los valores que en 2006 ganaron la confianza de 15 millones de votantes, asumiendo que la situación general es hoy mucho peor que hace seis años y, por lo tanto, que las decisiones electorales de junio venidero serán decisivas para la supervivencia de la nación, la República y también para la izquierda como fuerza reformadora apoyada en la sociedad.
sonar biena los oídos mediáticos, sino que sean oportunas, eficaces para resolver a fondo la situación del país. La izquierda, mal que le pese a los sectarios, tiene que ser receptiva y dialogar con todos los sectores de la sociedad civil, abrirse a formas de convergencia que ayuden a construir el amplio frente progresista que el momento requiere. Pero no lo hará satisfactoriamente sin reconocerse en su propia diversidad, responsablemente (como hicieron López Obrador y Ebrard) para evitar la fragmentación que, en las condiciones objetivas de la sucesión impediría la consolidación de una estrategia de largo plazo para arraigar a la izquierda como el motor permanente del cambio. Mientras llega el día de discutir la refundación de las formaciones partidistas actuales y su destino, lo que está en el centro es la configuración de un amplio frente electoral que por definición trascienda la suma convencional de las siglas partidistas o incluso los marcos de la coalición electoral. Un frente así debería darle espacio a todos aquellos grupos e individuos que de buena fe quieran participar en la transformación de México a partir del rechazo a la herencia tóxica de la clase política dirigente, cuya vida transcurre en una burbuja alejada de los votantes, de sus causas y preocupaciones. La mayoría ciudadana no tiene partido, pero en ella hay grupos activos, afiliados a distintas causas, que están dispuestos a trabajar por el cambio, siempre y cuando sea respetada su independencia y no se le obligue a subordinarse al programa
máximode las fuerzas políticas. Sólo la izquierda puede ofrecer una opción de gobierno verdaderamente racional que sea popular, en el sentido de satisfacer en la proporción más deseable las expectativas de las mayorías y, en particular, de las víctimas extremas de la desigualdad. La política de la izquierda tiene que lograr la convergencia –no la unanimidad– de esa diversidad en torno a una propuesta democrática que, por su propia naturaleza, trasciende la suma convencional de siglas y movimientos, en la medida que supera la provisionalidad de las alianzas electorales para perfilar los fundamentos de un nuevo bloque histórico, dicho sea en el vocabulario gramsciano.
república amorosa. En mi opinión, lo más importante, según entiendo, es la decisión de enfrentar el reto electoral haciendo política sin renunciar a las señas de identidad, a los principios, pero sepultando de un tajo la mitología construida para hundirlo en una trivial caricatura recordando algo que no puede ser soslayado: el candidato tiene, al igual que los demás, su propia individualidad expresada en convicciones morales y espirituales que sólo la intolerancia negaría.
En sus primeras salidas en el Distrito Federal, López Obrador ha dado contenido a la agenda de gobierno emanada de la experiencia del Movimiento Regeneración Nacional. Se pronuncia alrededor de tres ejes; la honestidad, la justicia y el fortalecimiento de los valores, y procura que dejen de ser abstracciones para convertirse en ideas concretas, proyectos viables y argumentaciones a favor de la mayor transformación posible a las precarias condiciones del México actual.
Muy importante, clave podría decirse, es el planteamiento en torno al estado de bienestar, al que se accede mediante una estrategia que
atenderá, respetará y escuchará a todos, pero dándole preferencia a la gente más humilde y pobre; que no intenta despojar a nadie, pero que sí implica una clara redistribución del ingreso en el marco de la ley. López Obrador plantea impulsar el crecimiento y con él la calidad de vida, el progreso y la justicia. Incluso ofrece planes concretos que teniendo como sujetos a los jóvenes relancen el ciclo de crecimiento siguiendo una lógica muy diferente, opuesta a la que predomina desde hace décadas con nefastos resultados en términos de pobreza, violencia y degradación de la vida social. Ese planteamiento es el hecho diferencial en la disputa por el poder, la que en definitiva distingue a la izquierda de los demás partidos, alineado con el pensamiento único que nos ha llevado a la peor crisis de la historia. Pero hay, más allá de las formulaciones, una preocupación que López Obrador ha planteado con fuerza: ¿cómo hacer para que el discurso y la práctica política no se divorcien de los fines éticos que, en definitiva, mueven a la gente, al ciudadano de cara a los intereses desnudos de la economía y el poder? Apostar por la honestidad en la vida pública y privada, revalorando las normas universales de la convivencia humana, los valores de respeto y tolerancia emanados a través del proceso civilizatorio es, en cierta forma, una vía para apuntalar al Estado laico como garantía de la libertad de creencias fuera de toda imposición de ningún catecismo o moral obligatoria. La lucha contra la corrupción implica una profunda reforma cultural y moral, una transformación de abajo arriba de la sociedad y el Estado. No es poca cosa. La temporada apenas comienza. Estamos en precampaña. No hay tiempo que perder.
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