Enrique Peña Nieto.
Foto: Germán Canseco
Foto: Germán Canseco
Una era en la que los mercados y el dinero gobiernan nuestras vidas como nunca antes. Y no llegamos a esa situación a través de una decisión ponderada como sociedad. Los medios y los partidos la han impuesto para que parezca normal.
Normal que existan contratos del gobierno del Estado de México para garantizar la presencia y la cobertura favorable al mexiquense metrosexual. Normal que el PRI haya usado las cuentas Monex y las tarjetas Soriana. Normal que la lógica de comprar y vender no se aplica tan sólo a los bienes materiales, sino a muchos otros ámbitos también. Y es tiempo de preguntar si queremos seguir viviendo así. Como lo escribe el filósofo político Michael Sandel en su magistral libro What Money Can’t Buy: The Moral Limits of Markets, hay ciertas cosas que no deben estar sujetas a la lógica del mercado ni a la dinámica del dinero. El periodismo y las elecciones han sido permeadas por incentivos perversos, producto de una forma de pensar que distorsiona a la democracia.
Hoy, en México y en el mundo prevalece la idea de que los mercados son el objetivo primario para alcanzar el bien común. Televisa vende espacios y cobertura en sus principales noticieros porque hay políticos dispuestos a pagarlos. Los partidos compran votos porque hay electores dispuestos a venderlos. Y eso denota la expansión de los valores del mercado en esferas de la vida pública a las que no pertenecen. El alcance de una forma de pensar que enaltece al mercado por encima de cualquier otro valor es uno de los acontecimientos más importantes de las últimas décadas. Basta con pensar en el énfasis que se hace en la necesidad de privatizar empresas, hospitales, escuelas, policías, servicios de seguridad. Ello también conlleva un sistema electoral que permite la compra y la venta de elecciones, tal y como lo acabamos de presenciar en el 2012.
Este hecho debería ser fuente de preocupación, a pesar de la actitud negligente del Instituto Federal Electoral. La mercantilización del periodismo y de las elecciones debería motivar una reflexión social importante sobre sus efectos en la vida pública. Un primer impacto es el aumento en la desigualdad; un segundo impacto es un aumento de la corrupción. En una sociedad en la que todo está en venta, la vida es más fácil para los Slim y los Azcárraga y los Salinas Pliego y los Peña Nieto, y más difícil para el resto de los mexicanos. Cuando todo se vende, la afluencia (o su ausencia) importa. Y la ventaja de la afluencia no consiste sólo en la habilidad para comprar yates, carros de lujo o mansiones en las principales playas. Cuando el dinero puede comprar más y más –como la influencia política y la cobertura mediática–, la distribución del ingreso y de la riqueza importan. Cuando todo se vende y se compra, tener dinero hace toda la diferencia. El PRI y Enrique Peña Nieto lo acaban de demostrar en la última elección presidencial.
La segunda razón por la cual nos debe quitar el sueño la comercialización de todo –incluyendo el voto– es más difícil de describir, como sugiere Sandel. No tiene que ver con la desigualdad o con la equidad, sino con el poder corrosivo de los mercados. Ponerle un precio a todo corrompe. Y eso es porque los mercados no asignan solamente bienes; también expresan y promueven ciertas actitudes sobre los bienes que se intercambian. Pagarle a un periodista para que entreviste a un candidato presidencial o hable bien de él degrada al periodismo como “Cuarto Poder”. Pagarle a un elector para que vote por cierto partido a cambio de un saco de cemento degrada al proceso electoral. Como país, hemos aceptado, implícitamente, que es apropiado o válido convertir al periodismo y a las elecciones en instrumentos de uso y ganancia.
No hemos debatido si eso es correcto o no. Tan sólo hemos permitido que ocurra, sin preguntarnos si hay bienes o espacios o decisiones que no deben ser regidos por la lógica del dinero. Una discusión seria sobre el alcance y el papel del mercado está ausente de la discusión política. Más bien el tema principal ha sido la “imposición” de Enrique Peña Nieto sin tomar en cuenta las tendencias generalizadas que llevaron a que contendiera de la forma –inequitativa y corrupta– en la cual lo hizo. La política en México ha sido candente en las últimas semanas, pero no alrededor del meollo del asunto: la ausencia de un argumento moral sobre la perniciosa influencia del dinero en la vida política y periodística del país. Como sugiere Sandel, hay un vacío moral en la política contemporánea que afecta a todos los partidos, mientras se acusan unos a otros de lo que todos practican. Y de allí la desilusión ciudadana con un sistema político que parece incapaz de actuar por el bien común o atender las preguntas que más importan.
En un país donde la cobertura favorable se compra y los votos se venden, el peso del dinero ha acarreado un alto precio. Ha drenado el discurso público de la energía moral y cívica que debería tener. Ha llevado a que todos los partidos caigan en el uso del clientelismo rampante sin consecuencias. De allí el imperativo de debatir sobre los límites morales del mercado y en qué ambitos –el periodismo y las elecciones– no debería estar. De allí el imperativo de entender que comprar y vender ciertas cosas las corrompe y las degrada. Si no permitimos que los padres vendan a sus hijos, no deberíamos permitir que los ciudadanos vendan sus votos o los periodistas vendan su cobertura. Debemos creer, colectivamente, que vender estas cosas las valora de mala manera y cultiva malos hábitos. Debemos pensar en el precio que pagamos por vivir en un país en el cual ya todo parece estar a la venta. Hasta la Presidencia.
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